martes, 8 de junio de 2010

Diana


Una de las experiencias más, duras que hay que pasar en esta vida, es cuando tienes que ir al veterinario con tu mascota en brazos para que le pongan la última inyección. Y me ha tocado hacerlo varias veces con las mías y también con las de mi hija, para salir de allí llorando las dos, como unas auténticas Magdalenas.
Me ha venido esto a la cabeza porque uno de mis hijos ha tenido que pasar por este trance hace unos días.

Por eso he decidido que ya no quiero tener más perros.

Me acuerdo de la última que tuve: se llamaba Diana, y cuando llegaba a casa salía siempre la primera a recibirme moviendo la cola y con su mejor sonrisa, porque era una perra de raza Collie que sabía sonreír.Mis hijos ni se enteraba que estaba en casa o a lo mejor no me decían ni hola, pero ella estaba siempre allí con su amor incondicional.

Ahora solo tenemos una gata, que es bastante independiente, pero también muy amigable, como te vea tomando el sol en un hamaca, no pierde la ocasión para subirse encima de ti y ponerse allí muy "arrebujadita". Y su curiosidad no falla siempre que te ve por el jardín, te sigue a todas partes, porque no se puede hacer nada sin que esté ella de testigo.

También tenemos una cotorrita, que lleva más de treinta años en casa, (dicen que viven más de 100 años) a este paso nos entierra a todos.
De vez en cuando la dejamos suelta y es feliz revoloteando entre todos y poniéndonos su cabecilla, para que se la acariciemos.

Es maravilloso el afecto que te demuestran los animales, completamente desinteresado.
Creo que nos dan todos los días una lección de amor.

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